Miércoles semana XVIII durante el año / II
Misa Conventual en la Basílica
del Pilar de Zaragoza
8 de agosto 2018
Jr 31,1-7; Salmo responsorial Jr 31,10.11-12ab.13; Mt 15,21-28
La liturgia de la Palabra nos presenta casi en paralelo dos textos que
tienen como centro la fe. Ayer escuchábamos el relato de como Pedro, el primero
de los apóstoles, superada la sorpresa de ver a Jesús caminar sobre las aguas
él mismo empezó a andar sobre ellas pero ante la primera dificultad, ante un
soplo de viento, sus fuerzas flaquearon y empezó a hundirse de tal manera que
tuvo que pedir auxilio a Jesús para no ahogarse.
Hoy una mujer, una cananea pide a gritos compasión a Jesús; no pide para
sí misma sino para su hija. Jesús estaba yendo a un lugar apartado para
retirarse, y parece no hacer caso de los gritos de la mujer hasta tal punto que
los apóstoles, sufriendo más por la molestia del escándalo que por el padecimiento
de la mujer, le piden que la atienda. Jesús responde tan sólo cuando la mujer
se postra ante Él y lo hace con una de las frases más duras del Evangelio «No
está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos». Lejos de
amilanarse, de vacilar como Pedro sobre las aguas, la cananea responde desde su
sufrimiento porque nada hay más importante para ella que la curación de su hija
y tiene la certeza de que Jesús puede conseguirla. Tenemos a menudo la
sensación de que Dios no nos oye, que no atiende las peticiones de la
humanidad. Es de hecho nuestra fe la que vacila, como la de Pedro y carece de
la fortaleza de la mujer cananea.
Ya en su
petición podemos descubrir un indicio de su fe, que no hace sino crecer y reforzarse
a lo largo del diálogo. No tiene miedo de gritar, de llamarle Señor e Hijo de
David (cf. Mt 15, 22), tan firme es su esperanza de ser escuchada. Puede
parecer desconcertante el silencio de Jesús, hasta el punto de suscitar la
intervención de los discípulos, pero no se trata de insensibilidad ante el
dolor de aquella mujer sino al contrario. San Agustín afirma que «Cristo se
mostraba indiferente hacia ella, no por rechazarle la misericordia, sino para
inflamar su deseo» (Sermón 77, 1: PL 38, 483). El aparente
desinterés de Jesús no desalienta en modo alguno a la cananea, que insiste, incluso
cuando recibe una respuesta que parece cerrar toda puerta a la esperanza. Ella,
en su sencillez, no quiere quitar nada a
nadie; le basta poco, muy poco, unas migajas, una mirada, una palabra de Jesús, y es esto lo que acaba por conquistarle
y admirarle; una fe tan grande como nunca había visto.
Nosotros
estamos llamados a crecer en la fe, a abrirnos y acoger con libertad este don
de Dios, a tener confianza para gritar a Jesús confiadamente. Él es el camino,
la verdad y la vida. La fe de la cananea nos muestra el camino hacia la
confianza en Jesús, esta mujer nos invita a que nuestra fe también crezca, con
el deseo de encontrar el camino que nos lleva a la salvación, que es Cristo.
La fe es un
don de Dios, que se nos revela no como algo abstracto, sino con un rostro y un
nombre; Jesús de Nazaret. Alimentemos cada día nuestra fe, con la escucha atenta
de la Palabra de Dios, con la participación en la Eucaristía, con la oración
personal, que es como el grito de la cananea si lo dirigimos a Él con caridad compartida hacia el
prójimo.
Que la
intercesión de la Virgen María, bajo la advocación del Pilar, nos ayude a vivir,
anunciar y testimoniar la alegría de haber encontrado, como la mujer cananea,
al Señor. Que lo encontremos como lo hizo santo Domingo de Guzmán, la memoria
del cual celebramos hoy, que quiso servir mejor a los pobres y orando encontró
para ello el mejor camino y la fuerza necesaria para recórrelo. Aunque dudemos
como Pedro no perdamos nunca la esperanza y mantengamos siempre la confianza en
aquel que nos profesa un amor eterno.