Sagrada Familia
Monasterio Cisterciense de
Santa Ana de Lazkao
Domingo 29 de diciembre de
2019
Ecl. 3,2-6.12-14; Salmo
127; Col. 3,12-21 y Mt. 2,13-15.19-23
Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre,
hecho carne, ha venido al mundo para compartir nuestra vida. Nos lo muestran
las lecturas de hoy, la misma fiesta que celebramos hoy; Jesús comparte su
vida, su infancia en el seno de una familia. Ciertamente su composición es
atípica, porque su concepción ha sido atípica, una virgen ha concebido por obra
del Espíritu Santo; pero todo ello no impide que comparta desde su misma
infancia nuestra vida. No ha venido para compartir nuestras comodidades sino
para participar precisamente de nuestras dificultades, de nuestros
sufrimientos.
De niño debe huir con sus padres ante
la persecución del rey Herodes. De nada sirve que unos magos le fuesen a rendir
homenaje, exiliado vivió hasta la muerte del cruel rey. Esta huida, este exilio
en Egipto nos muestra una doble lectura; en primer lugar el Hijo de Dios hecho
hombre comparte así la misma historia del pueblo de Isael, de su pueblo. Jesús
huye a Egipto y como el pueblo elegido de allí vuelve a la tierra prometida. La
segunda lectura de este pasaje del Evangelio es siempre actual, lamentablemente
siempre actual; Jesús comparte así la suerte de tantas familias, de tantos
niños que deben abandonar sus casas, sus países para exiliarse en busca de
protección, en busca de un trabajo, en busca de refugio huyendo de la guerra,
del hambre y de tantas otras calamidades que la humanidad nos proporciona, que
nosotros mismos en un grado u en otro, proporcionamos.
Todo esto Jesús lo vive en el seno de
una familia, de su familia con Maria su madre y con José su esposo. Ellos
educaron a Jesús, ellos le protegieron como sólo unos padres pueden hacerlo,
ellos le iniciaron en la vida pública de la fe como a cualquier otro niño
judío, llevándolo a la sinagoga, al Templo. El mismo libro del Eclesiástico, en
la primera lectura, nos muestra la enorme importancia que la familia tuvo en la
historia del pueblo de Israel; en su cultura. Este es el entorno en el que
Jesús vivió y se crio como tantos otros niños de su tiempo.
La fe es para ser vivida en familia,
en comunidad, por esto es muy importante, fundamental, la transmisión de la fe
de padres a hijos, vivirla en familia, compartirla. Una fe no sólo de palabras,
sino de hechos. Vivir la fe, nos lo dice el apóstol san Pablo en la segunda
lectura, significa vivir como elegidos de Dios, con misericordia, bondad,
humildad, dulzura, comprensión; sobrellevándonos y perdonándonos. La
motivación, la razón, el motor que nos mueve a vivir así es el amor. Jesús
aprendió lo que es el amor humano en familia, con Maria y con José, respetando
a su padre, honrando a su madre; Dios que es amor nos enseña así a amar en
familia. Cuanto dolor cuando falta ese amor, cuando no se honra a los padres o
se les abandona; si falta ese amor, falta el ceñidor de la unidad consumada, en
palabras del apóstol san Pablo.
La liturgia nos reserva el domingo
tras la Navidad para recordar a Jesús con Maria y con José, para recordar esos
años de silencio, oculto, de alguna manera recónditos en Galilea. Pero es ahí donde
Jesús crece, se hace hombre, donde conoce y vive las tradiciones de su pueblo.
El Hijo de Dios no nació desencarnado sino en el seno de una familia; no nació
apátrida sino en un pueblo concreto, elegido antaño por Dios para ser objeto de
su revelación; vivió en Nazaret, le llamaron nazareno.
La encarnación del Hijo de Dios es tan
real que acontece en una tierra, en un pueblo concreto. Hasta ese punto Cristo
comparte nuestra vida para compartiéndola, salvarnos. Tomemos a Jesús, Maria y
José, aquel a quién el Señor hablaba en sueños, como ejemplo, modelo y
referencia de familia, de comunión; con sus dificultades pero unidos por el
amor entre ellos y a Dios.