dijous, 10 de setembre del 2015

Jueves semana XXIII tiempo ordinario



Jueves semana XXIII tiempo ordinario.
Homilía predicada en el Monasterio Cisterciense de santa Lucia en Zaragoza el 10 de septiembre de 2015
Col 3,12-17; Sal 150,1-2.3-4.5; Lc 6,27-38

«Alabad al Señor en su Templo[1]». El templo es un espacio privilegiado, el lugar de encuentro con el Señor, especialmente para nosotros monjas y monjes que aquí cantamos a Dios, dándole gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados[2]. Escenario del oficio divino y teniendo la Eucaristía como centro, Eucaristía que es la expresión suprema del amor de Cristo. El amor da sentido a la vida de todo cristiano, un sentido de gratuidad, de no esperar nada a cambio, por eso el amor a los enemigos que nos pide Jesús hoy es el paradigma de su amor, Él que en la cruz perdono a los que le crucificaban.
Amar sin esperar ser amado no es fácil, amar recibiendo incluso como pago el desprecio puede parecer un sin sentido. Sin embargo el amor es fundamental en la experiencia cristiana, nosotros, todos los hombres y mujeres, somos receptores del amor desinteresado del Padre que nos ama, incluso ama a los que le niegan, porqué también son sus hijos y como Padre ama con especial predilección a los hijos que sufren su ausencia. Renunciar al amor nos alejaría pues de nuestra verdadera condición de cristianos, de seres creados a imagen de Dios. Él nos hizo a su imagen y semejanza y Él es amor; Él es el amor, amor universal a toda la creación y en especial a nosotros los hombres su creatura predilecta. El amor sin esperar nada a cambio es pues la cima de la capacidad de amar, es amar hasta el extremo, como Jesús.

Somos el pueblo elegido por Dios para cantarle en el Templo, para que su Palabra habite en nosotros y acogerla en toda su riqueza; y aunque el Señor no necesite de nuestra alabanza, la recibe con agrado, pero solo si es expresión de nuestro amor hacia Él, un amor que dé frutos de misericordia, bondad, humildad, dulzura y compasión; virtudes que deben ser el hábito que vistan nuestros corazones.
Tocando las trompetas de la misericordia entrañable; alabándolo con las arpas de la bondad y las cítaras de la humildad; alabándolo con los tambores de la dulzura y las danzas de la comprensión y la bendición; alabándolo con los platillos sonoros de la compasión y los platillos vibrantes del perdón y la generosidad; toda nuestra alabanza la realizaremos en nombre de Jesús, y por medio de Él único mediador[3] llegará al Padre. El amor nos mueve a hacer el bien, sin juzgar, sin condenar; y así sin dar se nos da. Un amor edificado en «Jesús como la totalidad del cristiano, Jesús como el centro del cristiano, Jesús como la esperanza del cristiano.[4]»
La alabanza que desde el Templo elevamos al Señor debe llenar nuestros labios, nuestra mente, nuestros corazones. Como la luz que inunda esta iglesia, luz que es reflejo del amor de Dios que inunda nuestros corazones. De la luz de levante con los Laudes a la luz de poniente con las Vísperas; señal de que el amor de Dios ilumina nuestras vidas des del inicio al final, que no es sino el comienzo de la verdadera vida, de la vida en plenitud, donde amar será fácil porque la luz del amor de Dios nos embargará; estaremos junto a Él que es amor y luz de salvación.
Dios, que es amor, se hace presente en esta iglesia, en este templo, entre nosotros en el oficio divino, y sobre todo en la Eucaristía; presencia en la asamblea reunida, presencia en la Palabra, presencia de manera predilecta con su cuerpo y su sangre bajo las especias del pan y del vino. Y también nosotros como un fruto de esta asamblea y de su presencia aquí debemos hacerlo presente entre nuestras comunidades, entre la sociedad, hacer presente su amor. Como Él se hace presente aquí con la luz del sol, Él que es la luz, aquí tamizada por estas vidrieras, por el rojo del amor, el amarillo de la compasión, el azul del perdón, el verde de la misericordia.
Alabemos al Señor con nuestra voz interior, desde el fondo de nuestros corazones para transformar en amor todo lo que realizamos, sea de palabra o sea de obra y hagámoslo en nombre de Jesús. «La fe cristiana se juega en el campo abierto de la vida compartida con todos», nos decía ayer el Papa Francisco[5].

Apacibilidad, humildad, bondad, ternura, mansedumbre, magnanimidad son todas virtudes que se necesitan para seguir el camino indicado por Cristo. «Cristo es la cima de nuestra vida y de nuestra alegría que nos es dada en cada etapa del camino, pero con la condición de continuar caminando para seguirlo hasta el final, hasta la plenitud de la alegría y de la vida.[6]» Recibirlas es «una gracia. Una gracia que viene de la contemplación de Jesús.[7]» Contemplar, orar, escuchar.

No es fácil para los cristianos vivir según los principios y las virtudes inspiradas por Jesús, pero es posible; María, la Madre, lo hizo realidad. Que la oración transforme nuestros corazones y seamos testimonio real en el mundo del amor de Cristo por la humanidad; el amor que es el ceñidor de la unidad consumada[8].


[1] Sl 150,1.
[2] Cf. Col 3,16.
[3] «Cristo, el único Mediador» LG, 8; «El único Mediador y camino de salvación es Cristo» LG, 14; «Cristo, eterno y único Mediador» LG, 41.
[4] Homilía del Papa Francisco en Santa Marta el jueves 12 de septiembre de 2013.
[5] Homilía del papa Francisco en Santa Marta el miércoles 9 de septiembre de 2013.
[6] Del comentario a la Regla del Abad General Mauro Giuseppe Lepori el 23 de agosto de 2012.
[7] Homilía del Papa Francisco en Santa Marta el jueves 12 de septiembre de 2013.
[8] Col. 3,17.