Jueves semana XXIII tiempo
ordinario.
Homilía predicada en el Monasterio Cisterciense de santa Lucia en
Zaragoza el 10 de septiembre de 2015
Col 3,12-17; Sal
150,1-2.3-4.5; Lc 6,27-38
«Alabad al
Señor en su Templo[1]». El templo es un espacio privilegiado, el
lugar de encuentro con el Señor, especialmente para nosotros monjas y monjes
que aquí cantamos a
Dios, dándole gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados[2].
Escenario del oficio divino y teniendo la Eucaristía como centro, Eucaristía que
es la expresión suprema del amor de Cristo. El amor da sentido a la vida de
todo cristiano, un sentido de gratuidad, de no esperar nada a cambio, por eso el
amor a los enemigos que nos pide Jesús hoy es el paradigma de su amor, Él que
en la cruz perdono a los que le crucificaban.
Amar sin
esperar ser amado no es fácil, amar recibiendo incluso como pago el desprecio
puede parecer un sin sentido. Sin embargo el amor es fundamental en la
experiencia cristiana, nosotros, todos los hombres y mujeres, somos receptores
del amor desinteresado del Padre que nos ama, incluso ama a los que le niegan,
porqué también son sus hijos y como Padre ama con especial predilección a los
hijos que sufren su ausencia. Renunciar al amor nos alejaría pues de nuestra verdadera
condición de cristianos, de seres creados a imagen de Dios. Él nos hizo a su
imagen y semejanza y Él es amor; Él es el amor, amor universal a toda la
creación y en especial a nosotros los hombres su creatura predilecta. El amor
sin esperar nada a cambio es pues la cima de la capacidad de amar, es amar
hasta el extremo, como Jesús.
Somos el
pueblo elegido por Dios para cantarle en el Templo, para que su Palabra habite
en nosotros y acogerla en toda su riqueza; y aunque el Señor no necesite de
nuestra alabanza, la recibe con agrado, pero solo si es expresión de nuestro
amor hacia Él, un amor que dé frutos de misericordia, bondad, humildad, dulzura
y compasión; virtudes que deben ser el hábito que vistan nuestros corazones.
Tocando
las trompetas de la misericordia entrañable; alabándolo con las arpas de la
bondad y las cítaras de la humildad; alabándolo con los tambores de la dulzura
y las danzas de la comprensión y la bendición; alabándolo con los platillos
sonoros de la compasión y los platillos vibrantes del perdón y la generosidad; toda
nuestra alabanza la realizaremos en nombre de Jesús, y por medio de Él único
mediador[3] llegará al Padre. El amor nos mueve a hacer
el bien, sin juzgar, sin condenar; y así sin dar se nos da. Un amor edificado
en «Jesús como la
totalidad del cristiano, Jesús como el centro del cristiano, Jesús como la
esperanza del cristiano.[4]»
La
alabanza que desde el Templo elevamos al Señor debe llenar nuestros labios,
nuestra mente, nuestros corazones. Como la luz que inunda esta iglesia, luz que
es reflejo del amor de Dios que inunda nuestros corazones. De la luz de levante
con los Laudes a la luz de poniente con las Vísperas; señal de que el amor de
Dios ilumina nuestras vidas des del inicio al final, que no es sino el comienzo
de la verdadera vida, de la vida en plenitud, donde amar será fácil porque la
luz del amor de Dios nos embargará; estaremos junto a Él que es amor y luz de
salvación.
Dios, que
es amor, se hace presente en esta iglesia, en este templo, entre nosotros en el
oficio divino, y sobre todo en la Eucaristía; presencia en la asamblea reunida,
presencia en la Palabra, presencia de manera predilecta con su cuerpo y su
sangre bajo las especias del pan y del vino. Y también nosotros como un fruto
de esta asamblea y de su presencia aquí debemos hacerlo presente entre nuestras
comunidades, entre la sociedad, hacer presente su amor. Como Él se hace
presente aquí con la luz del sol, Él que es la luz, aquí tamizada por estas
vidrieras, por el rojo del amor, el amarillo de la compasión, el azul del
perdón, el verde de la misericordia.
Alabemos
al Señor con nuestra voz interior, desde el fondo de nuestros corazones para
transformar en amor todo lo que realizamos, sea de palabra o sea de obra y hagámoslo
en nombre de Jesús. «La fe cristiana
se juega en el campo abierto de la vida compartida con todos», nos decía
ayer el Papa Francisco[5].
Apacibilidad,
humildad, bondad, ternura, mansedumbre, magnanimidad son todas virtudes que se
necesitan para seguir el camino indicado por Cristo. «Cristo es la cima de
nuestra vida y de nuestra alegría que nos es dada en cada etapa del camino,
pero con la condición de continuar caminando para seguirlo hasta el final,
hasta la plenitud de la alegría y de la vida.[6]» Recibirlas
es «una gracia. Una gracia que viene de la contemplación de Jesús.[7]»
Contemplar, orar, escuchar.
No es
fácil para los cristianos vivir según los principios y las virtudes inspiradas
por Jesús, pero es posible; María, la Madre, lo hizo realidad. Que la oración
transforme nuestros corazones y seamos testimonio real en el mundo del amor de
Cristo por la humanidad; el amor que es el ceñidor de la unidad consumada[8].
[1] Sl 150,1.
[2] Cf. Col 3,16.
[3] «Cristo, el único Mediador» LG, 8; «El único Mediador y camino de salvación es Cristo» LG,
14; «Cristo,
eterno y único Mediador» LG, 41.
[4] Homilía del Papa
Francisco en Santa Marta el jueves 12 de septiembre de 2013.
[5] Homilía del papa
Francisco en Santa Marta el miércoles 9 de septiembre de 2013.
[6] Del comentario a la Regla
del Abad General Mauro Giuseppe Lepori el 23 de agosto de 2012.
[7] Homilía del Papa
Francisco en Santa Marta el jueves 12 de septiembre de 2013.
[8] Col. 3,17.