San Lorenzo,
diacono y mártir
Fiesta
Basílica del Pilar 10 de agosto de 2017
2C
9,6-10; Salmo responsorial 111,1-2.5-6.7-8.9; Jo 12,24-26
Celebramos hoy la fiesta de
san Lorenzo, su vida estuvo marcada por el amor a Cristo y a sus hermanos. Un
amor hecho servicio que desarrolló siendo uno de los siete diáconos de Roma,
ciudad donde fue martirizado en el año 258. La tradición oral nos sitúa su
nacimiento en estas tierras, en la ciudad de Huesca; pero fue en Roma donde su
obispo, el papa Sixto le ordenó de diácono, encargándole la administración de
los bienes de la Iglesia y el cuidado de los pobres, a imitación de los
diáconos de la comunidad apostólica. Una vida de servicio a la Iglesia en
tiempos difíciles, durante la persecución del emperador Valeriano, cuando muchos
cristianos fueron condenados a muerte, privados de sus bienes y enviados al
exilio. El papa Sixto II fue una de las primeras víctimas, siendo decapitado el
6 de agosto. Tras su muerte, el prefecto de Roma ordenó a Lorenzo que le entregase
las riquezas de la Iglesia a él confiadas. Lorenzo pidió entonces tres días
para poder recolectarlas, pero lo que en verdad hizo fue poner por encima de
cualquier otra cosa, incluso de su propia vida, el amor a sus hermanos y a Dios.
Distribuyó la mayor cantidad posible de propiedades de la Iglesia entre los más
necesitados i al tercer día, al comparecer ante el prefecto, se presentó acompañado
de los pobres, los discapacitados, los ciegos, los leprosos, y los
menesterosos, y le dijo al prefecto que éstos eran los verdaderos tesoros de la
Iglesia. Como castigo, según nos cuenta la tradición, el prefecto ordenó que
Lorenzo fuese quemado vivo en una hoguera, concretamente en una parrilla, cerca
del Campo de Verano, en Roma.
San Lorenzo no sembró mezquinamente,
no tuvo una cosecha pobre; él sembró con generosidad, cosechó abundantemente.
Su martirio, su muerte por la fe, fue como el grano de trigo caído en tierra
que muriendo da mucho fruto. No tenía apego a su vida terrena, por eso en
verdad no la perdió sino que la conservó para la vida eterna. Fue de los que hicieron
de su vida una vida de servicio a los demás y siguiendo a Cristo, hasta el
final, fue honrado por el Padre. Porque al mártir no le aflige el daño que se le pueda
infringir, sino la razón por la que se le infringe y la causa del martirio es
el odio a la fe, a Cristo, a la Palabra, al Evangelio. El martirio está siempre
ligado a la misión del cristiano; allí donde está la Palabra está el discípulo,
donde está el discípulo está la fidelidad, donde está la fidelidad, está el
testimonio, el mártir. La fidelidad y el testimonio son los que llevan al
martirio. Los mártires, de ayer y de hoy, son fieles testigos de la Palabra, de
la Palabra hecha carne, de Cristo. El mártir tiene ante sus ojos dos
tentaciones. Una es buscar voluntariamente el martirio; pero el martirio no se
busca, el martirio es un regalo de Dios para los que Él cree que son lo
suficientemente fuertes para esta prueba, buscar el martirio de manera
voluntaria seria imprudencia seria querer pasar por delante de Dios y serle así
infiel. A los mártires también se les presenta otra tentación, la de hacerse
atrás, la de la apostasía. Las autoridades del imperio romano ofrecían a los
primeros cristianos la vida terrena a cambio del reconocimiento del culto a los
dioses; pero de hecho no les ofrecían la vida sino la muerte, ya que la
verdadera vida es del que da la suya por Cristo. San Lorenzo fue un hombre justo, por eso no vaciló, por eso su recuerdo permanece
para siempre entre nosotros, como nos dice el Salmista; temió al Señor y
dio abundantemente a los pobres; por eso Dios le amó, porqué dio con alegría
bienes y vida por Cristo. Aprendamos de su generosidad y de su amor a Cristo,
porque Dios ama al que le ama y con alegría le ofrece su vida y sus bienes.
Que Maria modelo
de amor y de servicio nos ayude siempre.