«Nos pides una sola cosa: quedarnos contigo y velar. No nos pides lo imposible, sino que permanezcamos cerca de ti», escribía el Papa Francisco en sus meditaciones para el Viacrucis de este año 2024 celebrado el pasado Viernes Santo en Roma. Dios no nos pide imposibles, todo lo que nos plantea son retos a nivel humano pero que precisan de nuestra decisión, de nuestra aquiescencia y sobre todo de su gracia.
Nuestra sociedad
vive en gran parte alejada de Dios, a espaldas de Dios; no tanto por
animadversión sino mucho más por no conocimiento, por indiferencia. Si no
conocemos a Dios difícilmente escucharemos o reconoceremos su voz y más
difícilmente seguiremos su llamada. En este tiempo Pasqual la palabra misión y
el concepto evangelización son dos términos que centran la labor de aquella
primera comunidad cristiana, la de los apóstoles.
Solemos decir
que nuestros tiempos son difíciles, complicados y que la tarea de hacer
presente al Señor en medio de nuestra sociedad es tarea ardua. Sin duda, pero
¿Cuándo ha sido fácil? ¿Lo era para los Apóstoles? Una simple mirada a las
lecturas evangélicas de estas últimas semanas durante el tiempo de Cuaresma y
Pascua nos muestra miedos, persecuciones, traiciones, negativas. Sin embargo,
la comunidad apostólica venció estas dificultades haciendo experiencia del
resucitado y abriéndose a la acción del Espíritu Santo.
En palabras de
san Juan Pablo II: «Durante su vida terrena, Jesús llamó a quienes Él quiso,
para tenerlos junto a sí y para enseñarles a vivir según su ejemplo, para el
Padre y para la misión que el Padre le había encomendado (cf. Mc 3, 13-15).
Inauguraba de este modo una nueva familia de la cual habrían de formar parte a
través de los siglos todos aquellos que estuvieran dispuestos a «cumplir la
voluntad de Dios» (cf. Mc 3, 32-35). Después de la Ascensión, gracias al don
del Espíritu, se constituyó en torno a los Apóstoles una comunidad fraterna,
unida en la alabanza a Dios y en una concreta experiencia de comunión (cf. Hch
2, 42-47; 4, 32-35). La vida de esta comunidad y, sobre todo, la experiencia de
la plena participación en el misterio de Cristo vivida por los Doce, han sido
el modelo en el que la Iglesia se ha inspirado siempre que ha querido revivir
el fervor de los orígenes y reanudar su camino en la historia con un renovado
vigor evangélico.» (Vita consecrata, 41).
Nuestra primera
responsabilidad es pues hacer presente a Dios en nuestro mundo a imitación de
la comunidad apostólica. Esto implica que, en primer lugar, no debemos
avergonzarnos del Evangelio y en segundo lugar debemos vivir nuestra vida de fe
con sinceridad, con esperanza y con caridad. Estos son los retos que debemos
afrontar hoy y no conformarnos con vivir una fe de mínimos, sino siempre una fe
de máximos, porqué ¿Acaso Cristo no amó hasta el extremo? ¿No nos ama también
hoy hasta el extremo? Este amor debe ser correspondido y expandido; correspondiéndole
amando a Dios sobre todas las cosas, no en vano dice así el primero de los
mandamientos del Decálogo; y expandiéndolo amando a nuestro prójimo, que no es
un alguien impersonal, sino que tiene rostros concretos en aquellos con los que
nos cruzamos cada día y en los que frecuentemente no reparamos o no miramos a
la cara, no cruzamos con ellos la mirada, especialmente si se trata de los que
más necesidad tienen de ser mirados porqué necesitan nuestra ayuda material y
espiritual. Y a veces son hermanos y hermanas nuestras de comunidad.
Cada comunidad cristiana
ha sido convocada y unida por el Señor, no existe vida cristiana sin este lazo
con Cristo; vivimos para Él y por Él, sin Él nada tiene sentido. Todo esto se
vive de una manera especialmente intensa en una comunidad religiosa y de manera
más especial en una comunidad contemplativa. Contemplar a Dios es hablar con
Dios de una manera directa e intensa y a la vez activa en tanto que Dios nos
pide algo, responder a su Palabra, así debemos siempre sentirnos interpelados
por Él, responder a su llamada.
Escribo estas
reflexiones desde la Cartuja de Miraflores en Burgos, durante la Octava de
Pascua, preparándome para mi ordenación episcopal, tras dos décadas de vida
monástica. Una comunidad cartujana es quizás el paradigma de la vida
contemplativa, sin actividad pastoral, sin interlocución con los fieles que no
comparten su liturgia salvo en contadas excepciones personales, sin predicación
a lo largo del año en la Eucaristía. Sin embargo, aquí en este clima de
oración, de soledad, de silencio, se siente la presencia de Dios más que en
cualquier otra parte, si ello es posible. Cualquier monja o monje vive de esta
presencia, cada uno a su manera, según su carisma, ya que no hay ciertamente
una gradación en la vida contemplativa, se trata de acentos. Unas comunidades
acentúan la vida comunitaria, otras la vida de soledad; unas la oración
comunitaria, otras la personal; pero en todas ellas el centro es Cristo, quien llama
es Cristo, a quién se busca es a Cristo. Escribía san Juan Pablo II: «cada
carisma tiene, en su origen, una triple orientación: hacia el Padre, sobre todo
en el deseo de buscar filialmente su voluntad mediante un proceso de conversión
continua, en el que la obediencia es fuente de verdadera libertad, la castidad
manifiesta la tensión de un corazón insatisfecho de cualquier amor finito, la
pobreza alimenta el hambre y la sed de justicia que Dios prometió saciar (cf.
Mt 5, 6).» (Vita consecrata, 36).
En nuestra
sociedad a menudo nos buscamos a nosotros mismos, o mejor dicho buscamos
nuestra autocomplacencia. Lo sabemos bien quienes vivimos o hemos vivido en un
monasterio, a lo largo de los últimos años, sabemos de la dificultad de
discernir de quien se acerca a una comunidad como candidato, la extrema
dificultad de dejarse llevar por la voluntad de Dios cuando estamos
acostumbrados, incluso hemos sido educados, para anteponer nuestra voluntad a
cualquier otra. Confundimos a menudo renuncia con imposición y así una relación
de amor como es la vocación no puede ir adelante. No dejamos espacio a Dios, no
nos confiamos a su voluntad y frecuentemente intentamos decirle a Dios lo que
debe hacer, lo que nos debe decir; confundiendo o intentando confundir su voz
con la nuestra, intentando ahogar su voz con nuestra voz.
Nuevas y viejas
comunidades, órdenes o institutos con antigüedad de siglos unos y de unos pocos
años otros, cumplen una misión en la Iglesia y para la Iglesia. Se lee en el
documento Caminar desde Cristo: un renovado compromiso de la vida consagrada en
el tercer milenio: «Toda la vida de consagración sólo puede ser comprendida
desde este punto de partida: los consejos evangélicos tienen sentido en cuanto
ayudan a cuidar y favorecer el amor por el Señor en plena docilidad a su
voluntad; la vida fraterna está motivada por aquel que reúne junto a sí y tiene
como fin gozar de su constante presencia; la misión es su mandato y lleva a la
búsqueda de su rostro en el rostro de aquellos a los que se envía para
compartir con ellos la experiencia de Cristo.» Evangelio, amor, docilidad,
voluntad, fraternidad, búsqueda y experiencia; no son conceptos teóricos, son y
deben ser realidades tangibles, prácticas, vividas día a día en el ámbito de
una comunidad.
¿Dificultades?
Muchas. Invencibles humanamente, vencibles sólo con la ayuda del Señor. Y esta
ayuda solo puede recibirse contemplando su rostro, solo se aprende a decir «sí»
conociéndole y aprendiendo a amarle, aprendiendo a no anteponer nunca nada a
Cristo, como nos dice san Benito en su Regla, norma rectísima para gran parte
de la vida monástica. ¿Cómo conocerle? ¿Cómo contemplar su rostro? Existe un
camino privilegiado, al alcance de todos, este no es otro que la contemplación.
Una contemplación orante que tiene diversas dimensiones: personal, comunitaria y
la Lectio divina. Dios nos habla cuando le hablamos, cuando le alabamos, cuando
le suplicamos, cuando callamos para escucharle; lo hace de manera privilegiada
a través de su Palabra, una Palabra que se nos presenta nueva cada día, nueva
ante nuestros oídos, porqué cada día nos dice el Señor algo nuevo, un mismo
pasaje de la Escritura contiene en cada nueva lectura algo de novedad si
sabemos escucharla, si nuestros oídos son capaces de cerrarse al ruido del
mundo y abrirse a la voz de Dios, para así poder escuchar el verdadero clamor
de nuestros prójimos con mayor nitidez y claridad. Nos dice el Concilio
Vaticano II: «manejen cotidianamente la Sagrada Escritura para adquirir en la
lectura y meditación de las divinas letras "el sublime conocimiento de
Cristo Jesús". Fieles a la mente de la Iglesia, celebren la sagrada
Liturgia y, principalmente, el sacrosanto Misterio de la Eucaristía no sólo con
los labios, sino también con el corazón, y sacien su vida espiritual en esta
fuente inagotable.» (Perfectae Caritatis, 6). La Eucaristía siempre como «fuente
y cumbre de toda la vida cristiana» (Lumen gentium, 11).
Nuestro mundo
muchas veces más que hablar grita; una tendencia social a la que se ha
denominado crispación. Se trata de una lucha sin tregua por imponer nuestra voz
sobre la de los demás, donde muy a menudo no se dialoga, solo se discursea sin
importar para nada las opiniones del otro, y esta dinámica, tristemente, llega
a la Iglesia y a veces también nosotros caemos en la descalificación, cuando no
en el insulto. Caemos en este vicio social porqué ante todo queremos imponer
nuestra voluntad, aunque a menudo digamos que lo que deseamos destacar y
resaltar sea la voluntad de la Iglesia e incluso insistamos en que se trata de la
voluntad de Dios. En palabras del Papa Benedicto XVI: «esta doble comunión, con
Dios y entre nosotros, es inseparable. Donde se destruye la comunión con Dios,
que es comunión con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo, se destruye
también la raíz y el manantial de la comunión entre nosotros. Y donde no se
vive la comunión entre nosotros, tampoco es viva y verdadera la comunión con el
Dios Trinitario» (Audiencia General 29 de marzo de 2006).
Nuestra Iglesia,
siguiendo el camino iniciado por san Juan XXIII y san Pablo VI a través del
Concilio Vaticano II, un camino continuado por san Juan Pablo II, Benedicto XVI
y hoy por el Papa Francisco, habla de sinodalidad, de resaltar aquello que nos
une e integrar las diversas sensibilidades compartiendo una misma fe, la fe de
los Apóstoles que por la tradición nos ha llegado. No se trata de imponerse
unos sobre otros, porque no debería haber unos y otros, sino un único nosotros
con Jesucristo y su Iglesia. Nuestras comunidades saben de sinodalidad, de
decidir los asuntos importantes entre todos, de no hacer nada sin consejo; es
esta una gran riqueza de la Iglesia y una aportación necesaria quizás hoy más
que nunca en nuestra Iglesia que desea ser sinodal. Debería existir una única
voluntad que rigiese nuestras vidas, la de Dios. Escribía san Juan Pablo II:
«La comunión en la Iglesia no es pues uniformidad, sino don del Espíritu que
pasa también a través de la variedad de los carismas y de los estados de vida.
Estos serán tanto más útiles a la Iglesia y a su misión, cuanto mayor sea el
respeto de su identidad. En efecto, todo don del Espíritu es concedido con
objeto de que fructifique para el Señor en el crecimiento de la fraternidad y
de la misión.» (Vita consecrata, 4).
Cumplir la
voluntad del Padre, he aquí la gran misión de Cristo, cumplirla hasta el
extremo de dar la vida por nosotros. Cristo no nos pide habitualmente tanto,
sólo nos pide salir de nosotros mismos de nuestro ensimismamiento para ver, más
allá de nuestros particularismos, su voluntad. No es fácil vivir en comunidad y
a la vez es más fácil buscar a Dios entre otros que también lo buscan, que
buscarlo solos. Vivir en comunidad, cuanto más si esta comunidad es una
comunidad de vida contemplativa donde gran parte de la jornada o quizás toda
transcurre en comunidad, requiere alejarnos de nuestra voluntad y buscar en
todo momento la voluntad de Dios. No se trata en absoluto de renunciar a
nuestra propia personalidad, Dios nos quiere como somos y nos ha llamado como
somos, pero vivir por Cristo y con Cristo junto a otros que buscan vivir de la
misma manera requiere una centralidad en Cristo y no una auto referencialidad
constante en nuestro propio yo, tan frecuente en nuestros días. El Concilio
Vaticano II lo resume diciendo que los llamados a vivir en comunidad: «ofrecen
a Dios, como sacrificio de sí mismos, la consagración completa de su propia
voluntad, y mediante ella se unen de manera más constante y segura a la divina
voluntad salvífica.» (Perfectae Caritatis, 14).
Renunciar a la
propia voluntad para buscar siempre hacer la voluntad de Dios significa sobre
todo disponibilidad; no se trata de imposiciones, se trata de renuncias en aras
de un amor mayor, el que debemos al Señor. Visto con los ojos del mundo actual
determinadas situaciones pueden aparecer como abusos de poder por parte de los
superiores o de la misma orden o instituto. Puede parecer que afectan a
derechos fundamentales como los de libre circulación o de libre comunicación. Se
trata de renuncias siempre fundadas en la dignidad del ser humano, creado por
Dios a su imagen y semejanza, y no hay mayor dignidad que esta a la par que la
de haber sido elevados a la categoría de hijos del Padre en unión de su hijo
Jesucristo y por y con Jesucristo. Una renuncia siempre inteligente. Escribe
Dom Dismas de Lassus, Prior de la Gran Cartuja: «No es sino a Dios a quien
debemos una obediencia total e incondicional, tanto de nuestra voluntad como de
que nuestra inteligencia, porque es la Bondad y la Verdad absoluta. (…) Por el
voto de obediencia, prometemos la sumisión de nuestra voluntad, no la de
nuestra inteligencia. (…) La sumisión de la voluntad no puede ser perfecta sin
la colaboración de la inteligencia.» (Risques et dérives de la vie religieuse.)
La
disponibilidad no acaba con los votos solemnes, mejor aún, con estos se inicia su
desarrollo en plenitud. Nadie se incorpora a una comunidad para realizar esta u
otra tarea, tener este u otro oficio o responsabilidad; se incorpora con plena disponibilidad
a la voluntad del Señor y es este un camino que no acaba con la emisión de los
votos temporales o perpetuos, sino que es una tarea para toda una vida. Siempre
se trata de una disponibilidad libre, inteligente, razonada y por amor.
¿Cuántas veces al entrar en un monasterio, en un convento, en una comunidad
religiosa, creemos haber alcanzado una estabilidad para toda la vida? y
¿Cuántas veces esta idea no se derrumba al contacto con la realidad?
Dom Dismas de
Lassus afirma: «la obediencia de ninguna manera permite al superior dictar al
religioso lo que éste debe pensar. Nuestra inteligencia debe someterse a
Cristo, a través de la Iglesia, y esta sumisión a la Iglesia podrá ser enseñada
por el superior, pero él no puede ir más allá. No es él quien tiene autoridad
en asuntos de fe o moral, ya que él mismo está sujeto a esta obediencia a la
Iglesia, al igual que todos sus monjes. Y dado que sólo puede mandar de acuerdo
con las Constituciones, está claro que no puede hacerlo en cuestiones de
política, de filosofía u otras. Por supuesto, debe garantizar la formación de
sus monjes, pero esto no exige obediencia: la inteligencia debe ser convencida,
no puede ser constreñida.» (Risques et dérives de la vie religieuse).
Obediencia a
Dios y a la Iglesia, renuncia voluntaria, inteligente y libre a nuestra propia
voluntad para intentar cumplir la voluntad de Dios. Dios nos quiere libres y
libremente dispuestos a seguirle y a cumplir su voluntad. Y a veces esta su
voluntad nos cuesta interpretarla, reconocerla. En palabras del monje cisterciense
y obispo Erik Varden, contemplándole sabremos: «En primer lugar, que Dios es un
Dios vivo, presente y activo y por ello nosotros debemos vivir en un estado de
alerta contemplativa y expectante; en segundo lugar, porque lo que Dios dice
excede nuestra capacidad individual y requiere nuestra humildad ante la
verdad; y en tercer lugar, porque la palabra de Dios está dirigida a todos
nosotros juntos y nos necesitamos unos a otros para recibirla, comprenderla
rectamente y seguirla fielmente.» (La explosión de la soledad. Sobre la memoria
cristiana.).
Hay un camino
para conocerle, un único camino, contemplarle. Contemplando su rostro
aprendemos a conocerle, conociéndole aprendemos a reconocer su voz,
reconociendo su voz podemos saber cuál es su voluntad, sabiendo cuál es su
voluntad aprendemos a seguirla, siguiéndola aprendemos a amarle y amándole
aprendemos a decir: ¡hágase tu voluntad!
fra Octavi Vilà
Mayo.
Monje
cisterciense.
Obispo de Girona.
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